Capítulo 4
Nunca hubo respuestas. ¿Pero había respuestas? Eso siempre me lo pregunté.
Desde que te conocí la contradicción y la complejidad invadieron mi mundo hundiéndolo en medio de la nada y del todo. Solamente podía concebir la irrealidad, el absurdo, lo maldito. El otro lado de las cosas, nunca las cosas en sí mismas, como si fuera que hay cosas en sí mismas. Era todo noúmeno, fenomenológico, kantiano hasta la médula espinal de la ilógica. Todo desde Gloria sería derrota. Me convertí en un derrotista. Fui el verdugo de mí mismo. Fui el editor más perverso de mi historia, pero en el sentido literal de la palabra, corrector de mis propios prólogos y posteriores epitafios. Mefistófeles de la literatura, que es la vida, que es la matriz previa del sujeto cognoscente. Todo está desdoblado desde entonces, desde que la conocí a Gloria y que entonces ya no estaba. O sea, estaba, pero no estaba. Era el sujeto tácito de la oración más compleja de mi texto, de mi trama, de todos mis argumentos. La contradicción no toca mi puerta, sino que espía por la hendija de uno de sus lados. De todas las puertas y de todas las ventanas. Gloria es un dolor placentero, un placebo doliente, el sol poniente de la noche, una luna sin argentinos destellos. Una patria sin alma, un espía sin cuentos, un cuentista sin ojos, un ciego escritor de relatos que no usa tinta sino su propia sangre. Una gota seca en medio del inundado desierto. Todas las figuras retóricas se hamacaban en el mundo del lenguaje cuando conocí a Gloria. Toda victoria se convirtió en una guerra silenciosa entre la muerte y la lógica. Toda batalla era el cantar de las sirenas, un cisne blanco que al crecer se volvería noche. Noche, como el atardecer de sus ojos, cuando sonreía y dijo adiós. Una contractura deliciosa y disuelta a mis espaldas. Un gato sin uñas ni reflejos, los reflejos de un gato sobre un espejo latoso y cristalizado. El borrador de tus ojos, borrado ante tu vista, nublados ante mi mirada. El altar de los silencios de la ciencia, la evidencia de tu sagaz inexistencia. Desde que te conocí, Allegra, conocí todos los continentes de la magia. Todas las posibles maneras de ser feliz con el mismo motivo, o diferentes motivos para ser el mismo feliz que siempre. Descubrí, por ejemplo, que las almas tienen permanencia, pero nunca a partir de la existencia. Digo con esto que somos luces, sistemas nerviosos, cerebritos de plástico en un mundo marcado por el metal pesado, la fábrica de experiencias es dura y es cruel, pero la vida es linda y es placentera. Eras la luz debajo la puerta. Fuiste la celosía por la que escaparon todos mis sueños. Vertiste todos mis proyectos en penumbras, alumbrándolos con la luz de tu condenada inocencia. La contradicción como tu lenguaje. Los astros como el linaje de unos bajos seres desafortunados, vanos espectros ambulantes, simples mortales de la existencia mundana y parapléjica propia del ser humano. Allí mismo te conocí, en el umbral de un luminoso abismo. En el espejo del no-reflejo. En la dimensión desconocida de las mil millones de infinitas oportunidades. En el teseracto de lo interminable. Tu nombre, Gloria, era la batalla perdida de una guerra ganada. Victoriosa y ruin a la vez. Anglo-española, hispano parlante, cosmopolita de un poblado, experto aprendiz, ignorante sabio. El júbilo se apoderó de mi existencia desde entonces, eras el latín de mi Roma, el vikingo de todas mis conquistas y la Olimpia de mi fama. Me volví cortazareano como una novela en francés argentinado. Los recuerdos se me vienen por doquier atropellando desde un futuro incierto. La manipulación del tiempo a través del arte. La evidencia de lo inventado. El silencio de los ensordecedores gritos. El erudito desconocimiento. El poema en medio de la prosa. La novela que tuvo un solo tópico literario y cientos más por fuera de la trama. El cuento que quiso contar todo. El que quiso contar todos los cuentos, apenas si llegó a leerlos, mas no a escribirlos. El arte que no quiso usar artistas. El artista que quiso ser garante. El garante que puso un museo de arte. El arte que no formó parte de los museos. La música. El baile. La cohesión como un punto y aparte, sin mencionar la coherencia, esas cosas de antes. El presente se escabulle a través de mis manos y mis textos. El tejido deja ver la verdad de los juglares. El rapero repite como aquel viejo rapsoda. Es el arte moviéndose desde épocas pasadas. La sagaz saga del poeta. La torpe historia de la poesía incompleta. La completa forma de la poesía. La expresión del arte como savia. La salvaguarda de la sinrazón. La razón de salvaguardarse. La salvación del alma. La savia del árbol en la herida. La sanación del alma, de la herida. La luz saludable de la vida. La luz, la gloria, la agonía.
Escribí, por ejemplo, en aquel entonces:
El álbum "Marilí" grabado en Buenos Aires.
Un porro a las dos de la mañana.
Todos los sueños de los que me hablaste.
Esa sensación interminable que es la vida.
Todas tus carcajadas y tus bailes.
Una tranquilidad risueña, boba, absurda.
La juventud disputando felicidad con el futuro.
Tu sonrisa y todas tus verdades.
Y las mías.
Los profundos silencios que supimos arrojarnos.
Las compañías ininterrumpidas.
La amistad que nunca fue amor ni desembarco.
El recuerdo de la bruma y de tu abrazo.
La misma piedra con la que tropiezo y ya no sé
si es por culpa de esta atmósfera aquí en mi cuarto.
Pero quisiera arrojarla allá muy lejos,
pero también quisiera que regreses,
pero también que nunca te hayas ido,
pero también quisiera no escribirte,
pero también quisiera superarlo,
pero también quisiera hoy mismo hablarte,
pero también quisiera no extrañarte.
La misma piedra con la que tropiezo y ya no sé
si es por culpa de esta atmósfera aquí en mi cuarto.
Así era la realidad en que vivía. Abrumado por la exasperante sensación de que me faltabas estando incluso aquí a mi lado. Una presencia ausente que se llena de vacío. Una ficción mal contada con tintes de un Star System de Western, desde el llano. Una vivencia constante de pacífica violencia. Una atroz comedia andante. No podía hilar más de dos palabras, no podía componer filosóficas oraciones. La escritura era vana y era densa, era cruel y era justa, era salvajemente mansa, agresivamente humilde, dolorosamente anestésica.
Aprendí a vivir con el dolor de tu imprudencia. De tus ojos intempestivos, tus tormentas. Todas las veces que vinimos a mi casa, para desencontrarnos en medio de esta gran ciudad. Tenernos uno al otro, sin tener al mismo que había sido antes, antes de convertirnos en dos amigos que se brindan compañía, mas no muestras fuertes de cariño. Dos enemigos en una amable tregua, una tregua sin cuarteles, con luna de miel incluida, pero sin el dulce de las mieles, más bien el amargo sabor de los metales oxidados, de algún submarino en el fondo de la tierra, en medio de la mar, del oceano, de las placas tectónicas de este mundo bravo. Eras la música que ya no conmovía, ni vibraba con la energía de las buenas ondas, eras la silenciosa dama de las pecas amarronadas. Del marrón celeste de tu cielo en medio de tus ojos, tras el velo. Ese velo que pusiste ante nosotros. Ese que no querías mostrarme cuando un nudo en la garganta me ataba hasta los huesos. Ese velo que pusiste al conocernos y que con el tiempo se volvió completamente negro. Al punto en que el cielo de tus ojos se volvió un abismo mudo y torrentoso. Vanos viajes me llevaron a la inmensidad de nuestros encuentros. Toda la vida de la mano de Gloria sería un tormentoso paraíso, una múltiple singularidad, un plural efecto de insondable soledad.
Laurea muestra de tu espectro victorioso, comienzo de una oscura luz sin fin. Tu regreso fue el desamparado de los culpables. El castigo de los inocentes. Fuiste el verdugo que me dio vida y que luego me dio muerte. Me abrazaste cuando no podía dormir y me desperté en una soledad todavía más grande, sin sueño, sin sueños, sin soñar. Caminé el resto de mis días arrastrando relatos y pésima poesía. Me embriagué de uvas y de versos, canté canciones que no entendía y lloré en silencio frente a la inmensidad de todas las estrellas que ya se extinguieron. Vi la luz brillar como un triste recuerdo del pasado. Fui una estrella. Fui la estrella más brillante, ahora soy opaco, nauseabundo, estéril. Ahora soy un cielo desestrellado. Ahora miro al norte y veo deshielo, miro al sur y veo suelo. No quiero levantar la vista, temo. Quiero dejar de escribir tantos dolorosos versos. Quisiera que regreses, pero no tu cuerpo, sino el que fue alguna vez ese recuerdo. Ese recuerdo en el que cabíamos los dos. Que era suficiente para ambos, que era infinito, que no terminaba con la luz del día, que seguía a todas horas y con estruendosa algarabía. Ese recuerdo de tu risa a campanadas, de tus besos lentos y silentes, de tus mimos inestables que se convertían en diatribas de caricias. Éramos el panegírico de Venus, el descanso de Marte, el elixir en medio del coliseo. Pero cuando regresaste todo eso había sido olvidado. Fuimos entonces dos desconocidos que intentaban reencontrarse. Todavía sigo a tientas. Todavía quisiera hallarte.