Yo le explico a Galo que a la vida hay que tomársela en serio. Que no todo es jugar, jugar y jugar y él me mira y no me entiende.
Al principio lo intenté de manera comprensiva, porque es chico y a veces la juventud tiene esas cosas, pero ya pasó tiempo y él insiste. Viene con su pelota en la boca, y me mira con sus ojos como adivinando lo que le voy a decir,
-No, Galo, ahora no puedo.
Deja caer la pelota y con su pata delantera la empuja hacia donde estoy (no miento). Agarro la pelota y la tiro al living, cómo si quisiera alejar sus ganas de jugar de mis quehaceres, de mis responsabilidades. Pero a los pocos segundos, sus ansias regresan corriendo en silenciosos pasos apresurados, en una alegría inocente y callada. Esta vez no lo miro, porque él no entiende, que a la vida hay que tomársela en serio.
Me dice miau como si no hubiera adivinado su insistencia lúdica y apasionada. Esta vez le grito, que no, que no puedo jugar. Pero él no se rinde, sigue ahí mirándome fijamente. Y a veces pienso, cuando vuelvo a arrojar la pelota, allá, lejos de mis responsabilidades, y de la seriedad de la vida, que Galo me entiende,
y que el que no está entendiendo nada, en realidad soy yo.