Cuando lo conocí me sorprendió que no hiciera bromas pesadas; más tarde, que no hiciera ni siquiera las más leves e inocentes. Pero de un momento a otro estaba realmente enojado porque en ningún momento se metía con nadie. Era sumamente incómodo que todo el mundo le cayera bien, que cualquier persona con alguna característica pasible de destacarse por motivos negativos, él la tomara como una modalidad interesante y distinguida. Se reía de mis observaciones sobre el resto, eso seguro; mas no las festejaba. Y eso no era suficiente para mí. Se había vuelto incómodo con el tiempo, era como hablar lenguas distintas, aunque raramente lo entendía. Era una especie de canciller de palabras justas, el de los sentidos correctos, de modales estudiados y perfectos. Me irritaba muchísimo.
Un día intenté importunarlo, lo aceché a preguntas, reparé en cada una de sus respuestas, repregunté y volví a indagar cada vez de manera más tortuosa. No tuve éxito, el tipo seguía insistiendo con su actitud imperturbable y una risa mínima que hasta lograba hacerte cómplice. Todo era una característica, una novedad, un adjetivo, una particularidad de cada quien y ahí se quedaba. Quizás una sonrisa, una mueca, una confidencia que no llegaba a ser chusma ni tampoco envidia. Me empecé a sentir mal, pero esta vez conmigo mismo. Porque había encontrado una manera distinta de ver el mundo. Se habían agotado los cristales a través de los que veía, los de mi familia, los de mis amigos, los de cada persona que había conocido. Ahora veía, en cierta forma, transparente. Ahora todo era de un color distinto, el asunto es que no estaba en mi paleta sino que había inventado uno nuevo: un imposible.
Me empecé a enojar con mis amigos cuando los escuchaba hacer comentarios sobre los demás. Me parecía insoportable oír razones sobre terceros, opiniones, críticas, acepciones negativas. Me convertí en un ser insobornable, un purista de las conversaciones, un escéptico del prejuicio. Cuando no me peleaba con mis conocidos, lo hacía conmigo mismo por haber dejado pasar tanto tiempo para darme cuenta de cómo eran las cosas; tanto tiempo para hacerme cargo de mis ofensas y encarar el camino hacia el purgatorio de la redención. Quería pedir disculpas a todos aquellos a quienes había maltratado verbalmente; decirles, entre muchas otras cosas, que me había equivocado y que ahora sabía que no hacía falta la burla, el acoso, la violencia, el reproche, la agresión y el destrato. Debía en todas mis acciones persignarme.
Una vez, en un largo viaje hacia las montañas discutí con mi amigo Lisandro. Yo le dije que él se había equivocado en una tontería que no viene al caso. Me trató de inmaduro y me dijo que cuando tuviera su edad no tendría esos pensamientos de pendejo. Por primera vez supe verlo impaciente, con una actitud fuerte y decidida. Guardé silencio completamente obnubilado. Tal parece que la paciencia no es infinita y que los santos también tienen un crimen. Mi postura fue impoluta.