Las motocicletas se habían adueñado de las avenidas. Las veía ir y venir por doquier. Cada espacio, rozando los espejitos, construyendo caminos paralelos. Los bondis las respetaban y hasta las protegían. He visto frenarse, sobresalir sus manos desde las cabinas para darles aviso, utilizar guiños para no engullirlos en una bocanada. También vi a los taxistas cerrarles el paso, volantearlos, vociferarles injurias. En un semáforo en rojo, una vez, el taxista frenó a algunos metros detrás de una motocicleta, abrió la puerta y bajó a su chofer. Lo que le dijo es irreproducible, pero el segundo vehículo ni se inmutó, en parte porque sabía que todavía el dominio era suyo. No valía la pena siquiera demostrarlo; los chitas no corren carreras contra los galgos. Quizás al vehículo de transporte de pasajeros lo movía la envidia de ya no ser el principal y reconocido transeúnte de las avenidas de la Ciudad de Buenos Aires. En todo caso, supe ver motocicletas viajar en enjambres, desafiando a los embotellamientos más intrincados. Las he visto, son millones.