Era julio del año 2020 y el frío castigaba como cada invierno en Buenos Aires. El despertador había sonado unas cinco veces y mi gata, incómoda, empezó a caminarme encima exigiendo que haga callar ese aparato bullicioso. Lo hice con ansias de arrojarlo lejos de la cama, pero enseguida recordé que se trataba de mi celular, que no podría comprarme otro si lo rompía y encima teníamos transmisión en vivo en unas dos horas. Se me iba a hacer tarde en algunos minutos. Siempre evito desayunar para no perder tiempo en los preparativos. “¿No desayunás?”, indagó Jerónimo que a esa hora con tal de socializar consultaba lo obvio. “Se me hace tarde”, sentencié. Y en realidad no era tarde.
Cuando salí de casa quise no haberme ido nunca de Corrientes. Allá capaz que los inviernos son igual de fríos, pero me parecían menos crudos. Sobre todo, cuando llegué a la estación Miguelete y vi, como todas las semanas, a la señora con mucho abrigo y termos cargados. Faltaban nueve minutos para que llegara mi tren a Villa Urquiza, tenía tiempo para tomar algo caliente mientras veía a una señora frotarse los muslos para espantar el frío y a la policía vigilar atenta que nadie estuviera rompiendo la cuarentena.
En la billetera me quedaban solamente setenta pesos, tenía la costumbre de dejar la plata en el banco así no la gastaba fácilmente en cosas innecesarias, como un café a la mañana en una estación de tren a Villa Urquiza. Esta vez quería calentar el cuerpo, así que me acerqué al puesto de café; enseguida caí en la cuenta de que sólo tenía esos setenta pesos en el bolsillo. Recordé que los Starbucks de la ciudad ofrecían sus productos a partir de doscientos pesos, e incluso eso hacía varios meses atrás con el dólar a cuarenta, no me imagino ahora que pisa los cien pesos.
Pasé de largo, como todas las mañanas que iba a trabajar. Pero esta vez sí quería tomar algo en la fría mañana de la estación de tren Miguelete. Primero dudé. Luego, me detuve y volví mis pasos. Quedaban unos ocho minutos hasta que llegara el maquinista con su bestia a cuestas.
- ¿Tiene café? -Pregunté. Y no era por idiota, sino que siempre supuse lo del café, pero jamás lo verifiqué.
- ¿Solo o con leche? -Respondió amablemente.
- Solo, o mejor... con leche, ¿cuánto está?
- Solo, treinta y cinco; con leche, cuarenta.
Me quedé helado. Le pedí uno de cuarenta y cuando pagué le di cincuenta. “No se moleste por el cambio” alcancé a decirle. “Que Dios te bendiga” me despidió.
“Cuarenta pesos”, me quedé pensando. Cuarenta pesos y un frío atroz. Cuarenta pesos y una rutina de madrugada a los cincuenta o sesenta años. Y me acordé de mi vieja. De nuestras idas a la plaza para vender artesanías en un puestito improvisado con una mesa, un mantel y una reposera. Yo era chico, me acuerdo de que en esa época me daba vergüenza que mis amigos me vean vendiendo en la plaza; nunca entendí el porqué. Quizás porque vender café mediante una franquicia extranjera mientras que los clientes vienen a buscarte y los atiende un empleado que está haciendo la mayor parte del trabajo, es mucho más digno que vender café a la madrugada en la estación y cobrarlo apenas cuarenta pesos.
El tren estaba a dos minutos. Hice cuentas: Un sueldo básico en el año 2020 rondaba los veinte mil pesos, por supuesto que para vivir ajustado. Si esto lo dividía por cuarenta pesos daban quinientos cafés al mes. Yo había llevado el mío que ahora bajaba hacia el estómago que se me ponía duro, no sé si por el frío o por la angustia que había empezado a sentir. Seguí reflexionando; en un mes hay unos veinte días hábiles, debería vender unos veinticinco cafés al día para llegar al sueldo básico. Ahora que tomaba el mío, le restaban veinticuatro.
A mi lado se detuvieron tres chicos jóvenes de entre veinte y treinta años y ellos no compraron tres cafés. Parece que lo único difícil no es el frío el día de hoy, también las ventas.
Tomé lo que quedaba de mi café con leche de cuarenta pesos cuando ya podía ver acercarse la locomotora con un intenso ruido de rieles y de frenos metálicos. Me subí sin ganas como quien se sube a un sistema que parece que funciona bien, pero no para todos. “Cuarenta pesos”, pensaba. “Cuarenta pesos”.