La había visto ir y venir por los pasillos de ese primer trabajo que ambos estábamos experimentando. Como sucede con las tapas de los libros, imaginaba diferentes versiones de cómo podía ser su personalidad, siempre apurada y con cara de pocos amigos. Pasaron varios meses hasta que apareció en sugerencias en las redes sociales. Sus publicaciones iban acompañadas de fragmentos de literatura que ella misma escribía.
La primera cita fue en un “Café Cortázar”, en Almagro, recuerdo que me sorprendió el hecho de que supiera más que yo sobre ese escritor, incluso me prestó un ejemplar de Rayuela. Días después me envió una versión digital de la novela que había escrito años antes, la comencé para poder seguir alimentando nuestros temas de conversación. La leía a veces desde el celular en el subte, otras en casa sentado frente a la computadora o incluso acostado antes de dormir.
La novela trataba sobre una persona que se había obsesionado con su pareja, al punto de vincular de manera enfermiza todos los aspectos de su vida a ella. El personaje estaba encerrado en una gran habitación blanca, podía adivinar que era una especie de Centro de Salud Mental, los días le sucedían uno tras otro y prácticamente no se enteraba de cuánto tiempo había pasado. La densidad del relato me hizo perder a mí también la noción de cuánto tiempo me tomó leerlo. Por momentos la trama se hacía extensa y las acciones monótonas y repetitivas. No me atrapaba la historia, pero quería compartir algo con la persona que me había confiado su creación literaria e incluso me había pedido una crítica.
El personaje principal cuyo nombre no recuerdo, nunca dejaba de mencionar el nombre de su amada, en otros pasajes recordaba momentos que vivió con ella, se lamentaba haber terminado su relación, buscaba la manera de escapar, de que alguien pudiese comprenderlo y sacarlo de esa situación.
Las citas en Café Cortázar luego se convirtieron en bares con sillas incómodas y cerveza artesanal, y mi colega cada vez me parecía más linda y todavía más enigmática. La lectura de la novela se hacía todavía más densa, porque el personaje principal no estaba lo suficientemente desarrollado, le faltaba mucha personalidad, el clímax era redundante, mi paciencia era fuerte, pero la narrativa del relato era bastante aburrida.
Hasta que un día, por fin, el personaje en un arrebato de locura se hizo el moribundo para que vinieran a asistirlo, de repente salió corriendo chocando personas y la puerta hacia un largo pasillo lleno de luz al final. Y la luz lo cegaba. Y un día me escribió ella diciendo que sólo podíamos ser amigos. Y de repente no me gustaba para nada la historia, un final improvisado y sin sentido. La última vez que la vi le devolví el ejemplar de Rayuela que me prestó. Ya no frecuento cafés Cortázar. Nunca volvimos a hablar. Tampoco escribí la crítica. Al menos hasta hoy.