Daba la sensación de ser enorme, aunque no estaba seguro de que haya sido por sus dimensiones o por su blanco infinito que evitaba definir sus límites a simple vista.
-En realidad, es más pequeña de lo que parece.- Me dijo alguien y entendí que no estaba solo. -Pero, aunque lo intentes, no se puede salir. Llevo mucho tiempo intentándolo, podría decir que le dediqué la vida entera.-
Comencé a sentir una presión en el pecho porque nunca me gustó sentirme atrapado. Desde que leí la teoría de las jaulas, anhelaba mi libertad. Por eso había buscado siempre más allá de mí mismo y ahí estaba sin entender muy bien cómo estaba encerrado con quién sabe quién. Otra voz sostuvo, con un tinte más quejoso, que no hacía falta si quiera intentarlo: -¿Tan difícil es aceptar que este es nuestro destino?, quizás estamos aquí para cumplir un ciclo. Estamos obligados a ser ese bucle en la historia de la humanidad y no pretender romper ese equilibrio. Perderemos más tiempo intentando salir que aprovechando la paz que nos brinda este lugar. Y a mí no me parece tan malo después de todo.-
En ese instante empecé a pensar que verdaderamente tenía que salir de ahí como sea, aunque no estaba seguro de por qué, si por simple oposición al orden impuesto o por evitar caer en el costumbrismo que oxida la mente de las personas. -Hay que tener paciencia y esperar el momento correcto.- dijo sumándose alguien más. A esta altura, yo empezaba a ver difusas siluetas todas de similares características. Todos llevaban su vestimenta tan blanca como el fondo infinito que los envolvía. Y la primera silueta estaba seria y pensativa, y la segunda con la mirada vencida y hasta perdida en el espacio, y el último con la voz más decidida, declaraba que no había que perder la cordura. -Solamente hay que saber esperar.- explicaba, aunque no entendía yo exactamente qué es lo que había que esperar.
En aquel momento, cuando mi confusión alcanzó su momento más alto comencé a escuchar de fondo las risas de niños jugando. Cerré los ojos para prestar atención y escuché el agua de los arroyos corriendo y salpicando. También se me hizo presente un olor a tierra mojada, sentí un calor intenso y luego un frío terrible que invitaba a encender el fuego de la salamandra de la casa de mis viejos, para luego refugiarse en una manta de lana cruda y tomar matecocido de a sorbitos. Seguí prestando atención y ahora escuchaba ruidos de cacerolas de lata y ladridos de perros desesperados; podía escuchar el viento haciendo reír a las hojas de los árboles; también sentía tirones de oreja, besos húmedos en las mejillas, fuertes abrazos que me quitaban el aire, gritos resonando en el colegio, apretones de manos, luces de colores que se encendían y apagaban.
De repente, sentí que me asfixiaba de tantas sensaciones que se presentaban como una película intensa y a una velocidad inentendible, tanto que terminaba por aturdirme en un complejo vórtice de emociones. De pronto, abrí los ojos y ahí estaba el niño. No estaba seguro de la edad que tenía, así que decidí preguntarle qué hacía allí. -¿Por qué estás acá adentro?- Indagué. Me miró y noté que de sus ojos brotaban lágrimas. Me hubiera gustado entender por qué lloraba. ¿Acaso estaba asustado? -¿Dónde están tus padres?- Le dije. Asustado dejó caer algo que traía en sus manos y se tapó la cara para ponerse a llorar con ese ahogo que producen las más duras sensaciones.
Me sequé la cara con los puños de la camisa porque tenía las mejillas empapadas, decidí buscar la manera de salir de aquel incómodo lugar. -Tengo que irme.- me dije. Y el primero de los sujetos que todavía estaba por ahí me dijo que lo intentara, aunque su risa delataba cierta ironía. -¡No puede uno quedarse encerrado en un mismo lugar para siempre!- me quejé. -Así cueste la vida, hay que moverse, así muera hoy intentándolo, mañana alguien más me lo agradecerá por haberlo hecho.- exclamé. Entonces el sujeto que conocí en segundo lugar se acercó y me tomó el brazo diciendo -Nadie puede salir: a veces nosotros no somos quienes tomamos las decisiones.- ¡Además, no es el momento; no estás preparado!- exclamó el tercero de ellos consolando al chico que ahora estaba escribiendo sentado en el piso.
Me solté el brazo dando un paso hacia atrás y empecé a correr hacia el lugar donde estuve al principio. Me de media vuelta y ahí estaban otra vez aquellas siluetas riéndose de mi decisión. -¡Que lo intente!- se burló el primero. El segundo negando con la cabeza objetó que no tenía sentido hacerlo y el último de ellos en silencio ahora había logrado calmar al niño.
Corrí lejos, sin detenerme ni mirar atrás. Lo curioso es que cuanto más me alejaba, el pecho comenzaba a alivianarse como si se fuera liberando de toda esa pesada atmósfera. Sentí que de alguna manera todo comenzaba a tener sentido y que podía entender cuán equivocadas estaban aquellas siluetas charlatanas y exigentes. Entendí que a pesar de todo, cualquier esfuerzo por movilizarse no era en vano, sobre todo cuando los límites son infinitos, como aquella habitación. Me decía que aunque una jaula más grande no signifique libertad hay que moverse de una a otra. Sin importar que el amor sea como un grito en el vacío y la mente nos envuelva en mundos infinitos, limitados por nuestra experiencia finita.
Fue entonces cuando pude sentir que mis pies se aligeraban y cómo mi cuerpo pesaba cada vez menos. Aquella camisa blanca que había elegido días atrás, por cómo se me ajustaba, comenzaba a quedarme enorme. Mis pantalones se cayeron por la falta de presión en la cintura, lo que hizo que me detenga repentinamente. Me sentí confundido, como si en vez de correr hubiera retrocedido. Recordé que en el bolsillo de mi pantalón tenía un pequeño anotador con páginas en blanco. Me lo había regalado mi abuelo en uno de sus viajes de visita a Buenos Aires. Abandoné el pantalón, pero no mi cuaderno, así que lo tomé y seguí caminando. Cada tanto escribí algunas líneas de cosas sin sentido. Supongo que tenía cierto valor para mí. Siempre aquello que es de uno mismo parece de suma importancia, aunque sean simples anotaciones de pura ficción o de utópica poesía. Me inundó la curiosidad de ver cuánto había escrito hasta entonces.
Leí brevemente sobre aquellos momentos de risa con mis amigos, la salamandra de papá que encendía cuando el frío castigaba, la cacerola con polenta y huesos para darles de comer a Rash y a Medieta, los vientos que traían cambios de temperatura y hasta algún que otro poema dedicado a ilusiones propias de la temprana edad. Toda esa carga emotiva se me vino encima para dar cuenta de todo el tiempo que había pasado.
Volví de aquel ensueño, frente a mí a un muchacho parado en medio de la nada. Parecía perdido, me dio pena. Quizás solo era alguien más tratando de salir de la gran habitación infinita. Él me preguntó si yo estaba perdido, dónde estaban mis padres. Con las emociones anteriores se me hizo un nudo en la garganta, ahora el recuerdo de papá y mamá, mis hermanas y hermano, hicieron que me quebrara y no pude evitar que broten las lágrimas. Quise hablar y no pude. Dejé car el libro de mi mano para taparme la cara, sentí pena por mí, como cuando de más chicos usábamos la sábana para protegernos de los fantasmas, me cubrí el rostro.
Más tarde una mano amiga en el hombro me decía que todo estaba bien. Todavía dolía y recordé que desde chico la única manera de dejar salir eso que duele por dentro es escribirlo: el arte puede salvarnos. Decidí atestiguar lo vivido a través de un pequeño relato, tomé el anotador del suelo, me senté y escribí en una de las páginas en blanco: "Daba la sensación de ser enorme, aunque no estaba seguro de que haya sido por sus dimensiones o por ese blanco infinito que evitaba definir sus límites a simple vista. -En realidad, es más pequeña de lo que parece...".