La profesión de papá era bastante particular. Cada vez que mencionaba la marroquinería a mis conocidos, seguidamente debía explicar en qué consistía la misma. Entrando al taller, el olor a cuero curtido se hacía presente de inmediato, un intermedio entre el olor a pasto mojado y las casillas de los caballos. Los artículos que hacía mi viejo eran teñidos en los bordes para un acabado más prolijo y también el aroma de aquella tintura era característico del taller de trabajo. En las noches, cuando todo era un silencio infinito, la máquina de coser imitaba los sonidos del tren a vapor. O por lo menos, eso imaginaba, ya que en Corrientes se habían vendido todos los trenes hacía años y nunca había escuchado realmente ninguno. Cuando me quedaba con él, horas antes de irme a dormir, mi tarea era la de cebar los mates amargos que, como dijera Pancho Aquino alguna vez, “fueron los más dulces de mi vida”. Recuerdo también que el cemento de contacto no debía secarse en las manos porque hacía una suerte de guante que uno podía pasar horas tratando de sacarse de los dedos. Los hilos que sobresalían se quemaban con un encendedor y cuando tocaba apretarlos, por un segundo, un calor diminuto laceraba la piel. Yo disimulaba el dolor, con actitud firme, pero cada vez que podía me hacía dueño de otra tarea. La que más me gustaba era apretar los ojales de los llaveros, los apoyaba en una máquina que, al bajar una palanca, hacía un sonido similar al latido del corazón, uno solo, donde terminaba la creación del producto. Luego, a guardarlo en una bolsita y apretar el siguiente ojal. Podía dar decenas de palancas, porque ese sonido retumbando en mi cabeza me generaba cierta satisfacción. Luego de apretar diez ojales, cebaba un mate, lo tomaba hasta escuchar el típico sonido de que ya no tiene agua, y a seguir bajando palanquitas para que ese corazón no deje de latir. El taller del talabartero está repleto de tantos sentidos que, a veces, ni siquiera hace falta utilizar la vista.