"Cualquiera de ustedes agarra un ñandú, caminando". Esta curiosa frase la dijo un profesor de literatura. No cualquiera, mi profesor de literatura de la escuela secundaria. Luis Acuña enseñó en el instituto Manuel López Rodríguez y nos hizo sentir como si fuéramos algo más que su alumnado. Él estaba seguro de que cualquiera de nosotros era tan veloz e inteligente que podía "atrapar" a una las aves corredoras más veloces del planeta con el mínimo esfuerzo. Podía ver, en nosotros, pupilos extraordinarios, alumnos que florecían casi sin regarnos, excepcionales jóvenes con capacidades inauditas. Entre ellos estaba yo, humilde aprendiz y crédulo oyente.
Enseguida dejé de estudiar activamente, leí poco y me esforcé todavía menos. Si, después de todo, era capaz de agarrar un ñandú caminando. ¿Quién necesita correr? Pensaba. Que lo haga el ñandú y más vale que sea rápido. Yo con presentarme a las clases y leer más o menos por arriba podría hablarle de cosas increíbles, tocar temas universales y un sinfín de autores desconocidos. Ningún ñandú podía escapárseme. Claro, me lo había dicho mi profesor de literatura. Él sabía cosas, había leído a Cervantes, a Borges, a Calderón de la Barca y a Góngora, y a Quevedo, y Shakespeare, y a tantos otros, que no podía mentirnos, nosotros éramos los reflejos de la luz de su conocimiento. Habíamos sido elegidos, éramos los súbditos de la renovada literatura castellana hecha currícula.
Me fue mal.
Me acuerdo de que empecé a tener malas notas, a comprender equivocadamente los textos, a confundir autores y contenidos. No volví a leer intensamente como cuando estaba apasionado e inseguro. Escribía mal, a tropezones, me descubría errores donde antes no había. Empecé a sentir que me había mentido mi propio docente de literatura. O que quizás no nos conocía demasiado bien. O que si se hubiera callado, tal vez yo me hubiera esforzado más. El ñandú era rápido. Era muy rápido. Así que empecé a correr y no pude seguir sus pasos. Me empecé a frustrar porque no se me daban los resultados. Llegué con algo de suerte a terminar la escuela secundaria y a Luis no lo vi más. Mi profesor de literatura ahora sería un recuerdo desafortunado de que fuimos capaces, por un corto periodo de tiempo, de alcanzar a un ñandú caminando.
Paradójicamente elegí estudiar el profesorado en educación secundaria de lengua y literatura. No tuvo nada que ver con mi docente. Yo quería estudiar periodismo, salir en televisión, hablar con gente importante de igual a igual. Quería alcanzar el reconocimiento. En esa época supongo que era algo importante para mí. Había olvidado el ñandú y a mi profesor y cualquier anécdota que no me acercara a mi sueño. Pero la carrera de periodismo se dictaba en otra ciudad y tenía a mi corto alcance únicamente los profesorados y las tecnicaturas. Y tampoco sabía bien cómo emprender una aventura demasiado lejos de la casa de mis padres, así que estudié literatura. El ñandú ahora era velocísimo y corría, encima, en direcciones diversas y además de no alcanzarlo por momentos hasta lo perdía de vista. Empezó entonces un camino de introspección en el que se me llenaron de dudas todas las bases que tenía sobre mi propia capacidad de entendimiento. Empecé, a veces, a aprobar y, otras, a desaprobar materias, a estudiar y también a zafar, a comprender y por momentos a memorizar sin aprender, a escaparme y también a esconderme, a no rendir finales, luego a no poder continuar un camino que me llevaba exactamente al lugar contrario del que yo quería ir. A esa altura ya no solamente dudaba de mi capacidad para alcanzar un ñandú caminando, sino que dudaba siquiera de poder dar dos pasos seguidos. Me enojé conmigo mismo por haber permitido que durante tanto tiempo una persona que no me conoce se animara a sobreestimarme. Me dejó completamente a merced de mí mismo y yo sin experiencia previa me destruí enseguida. Porque era incapaz de probarme la capacidad que otro había depositado en mí. Renuncié a los pocos años a un estudio académico que a mí me parecía superlativo. Escapé horrorizado de las cátedras enredadas en conocimientos que sentía que jamás podría interiorizar. Me subsumí a la autoexplotación y a la alternativa laboral. Abandoné todo tipo de aprendizaje no utilitario, no mercantil, anti-pragmático. Dejé de leer, de escribir, de contemplar la vida como un fenómeno cuasi-ficcional y estético. Olvidé por completo el ñandú, lo perdí de vista. Me dije nunca seré universitario. Ni caminando, ni corriendo, ni saltando.
Años más tarde, me mudé a la Ciudad y me inscribí en la Universidad de Buenos Aires. La Facultad de Ciencias Sociales me abrió un mundo nuevo. Me brindó herramientas para forjar un renovado criterio y una estética complementariamente panorámica, abierta a la que antes suponía. Me rodeé de personas que leen mucho y que escriben mucho. Leí con ahínco profundas y extensas páginas de teóricos e historiadores, investigadores y cientistas sumamente sofisticados. Me puse a prueba en nuevos exámenes y producciones académicas de animosa complejidad. Me enfrenté a materias con contenidos enigmáticos y difíciles de descifrar. Docentes eruditos que parecían navegar un océano de incertidumbres y de pasajes literarios inabarcables. Compilaciones o libros que resumían en su haber una visión del mundo y de la vida totalizadora y acabada, así varios y varias veces, puestos en diálogo y en discusión, en el texto y en la voz, en el aula y en la casa, en la clase y en la evaluación. Trabajos en grupo intrincados y accidentados. Trabajo en solitario con la contradicción de la voz de la conciencia y el silencio elocuente del vasto desconocimiento. Un verdadero camino de complicaciones y aprendizajes con sonrisas y con lágrimas, con penas y con glorias, con angustias y con revancha.
Y tras los últimos esfuerzos de estos días, en un pleno momento de descanso y de desasosiego, quién sabe por qué y por cuánto, vuelven a mí esas palabras de antaño, de añares, de hace más de cinco años. "Cualquiera de ustedes agarra un ñandú, caminando".
Ahora lo entiendo, después de tanto tiempo lo puedo entender. Nunca hubo más que un presagio, pero la confirmación debía ser nuestra, caminar mucho, no dejar de esforzarse, estudiar y estudiar y estudiar. Al final del camino empiezo a ver algunas huellas. Puedo ver también algunas plumas. Empiezo a observar, por ejemplo, el cansancio y los vestigios de que por ahí se ha marchado. Mi profesor de literatura tenía razón porque él nunca nos dijo cuánto teníamos que caminar. Sólo aclaró que confiaba en lo capaces que éramos de emprender el camino. Y finalmente, con disciplina, constancia y esfuerzo (palabras repetidas, pero no falsas), no hay un solo ñandú en el planeta que pueda correr tanto como nosotros podemos caminar. Exactamente allí podremos alcanzarlo.