Habíamos regresado del supermercado en el auto de papá. Lo que no sabía es exactamente a dónde habíamos llegado. La tormenta había comenzado hacía unos pocos minutos y a través del vidrio de la puerta del auto apenas podía ver caer las gruesas gotas de agua. El coche se detuvo, atravesamos un portón negro que se agitaba al son del estruendo y del viento ensordecedor. Los rayos y sus blancas luces iluminaban repentinamente todo. Una vez que bajamos, un largo pasillo con muchísimos elementos se me presentó y me parecía interminable. Plantas, gomas de vehículos, ladrillos, bolsas de construcción, un par de perros agitados por el hambre y por tanto ruido, se me tiraban encima y yo trataba de que no me llenaran la ropa de barro. Cada vez que llovía se cortaba la luz y en este camino tenía que adivinar todo gracias a los destellos de los relámpagos. ¡Vení para acá, ayudá con las bolsas! reclamaba una voz que me parecía familiar y yo trataba de volver trastabillando con los animales que se revolcaban entre mis piernas. No sé qué traían esas bolsas de plástico pero pesaban como piedras enormes, y se sumaba la oscuridad, los ladridos de los animales y el barro que se generaba por culpa de una galería a medio construir. Todo era muy pegajoso, oscuro y laborioso. Caminé cargado y a tientas hasta que una puerta de chapa se abrió y comencé a adivinar lentamente una sala de estar, con una mesa de madera en el medio alumbrada muy tenue por una lámpara alimentada a kerosene. Dejé las bolsas apoyadas a un lado y el cuerpo me pesaba por la ropa húmeda, los pies estaban mojados y la noche estaba cada vez más fría.