Hace un tiempo dejé de mirar a través de un lente para utilizar la vista, dejé de grabar para recordar y escribir, dejé de usar Instagram y Facebook para concentrarme en lo que verdaderamente me rodea. Ya no miro objetos lejanos ni busco encuadres perfectos, me dediqué simplemente a vivir, a sentir, a dejarme atrapar por la realidad, por el presente, por lo único que existe que es el ahora. Y así dejé el mundo de las apariencias, así encontré como reconfortarme, como sentir que no estoy perdiendo el tiempo. Pude soltarme definitivamente, dejaron de importarme las cosas externas, dedicarme a lo que sucede en mi interior en relación con mi entorno. Descubrí una manera de ver que no pasa por la vista, una manera que es efímera en su circunstancia pero eterna en su eco, en el resueno de lo que no muere, lo que no desaparece porque no es publicable, nos moldea, nos transforma, nos modifica.
En toda esta manera de afrontar la vida, las vivencias, este viaje por el norte, pude ver que el Estado Nación que nos homogeneiza nunca jamás logrará concretar su tarea. Nunca será capaz de eliminar un pasado. No va a borrar la historia del imperio Inca que llegó a estas tierras, tampoco le va a devolver su lugar ni su lengua a los Aymaras, tampoco en los otros puntos del país va a ocultar para siempre a los Mapuches ni a lo Guaraníes que supieron vivir en armonía con la naturaleza (quizás porque todavía la ciencia era escasa).
Y en este marco, en el Museo de Alta Montaña de Salta tres niños de 6 y 7 años permanecen criogenizados, son Incas, murieron a 7000 metros de altura, después de viajar por días hacia las cercanías del Dios Sol, en lo alto de un volcán. Niñas con la cabeza deformada debido a que su forma cónica las hacían más atractivas. Todos ellos fueron llevados a morir por sus creencias como sacrificio y pienso. Pienso entonces en los colonizadores que mediante la barbarie acabaron con el salvaje, ¿quién es el salvaje?, ¿qué es la barbarie?. Y no hay manera de que el etnocidio sea algo valorable en ninguna época. Pero ahí están los tres niños sobre sus piernas como abrazándose a sí mismos. Y la historia no es buena, mala, linda ni fea, es simplemente la historia. Y más tarde el General San Martín, nacido correntino, ya lejos de los Incas pero liberando la misma tierra. ¿Liberando?, ¿para quién? Y el General Güemes muriendo en una emboscada para defender el norte de una ofensiva española haciendo prometer lealtad a sus soldados antes de dar su último respiro. Y hoy, todos juntos. Hoy en el Estado Nación argentino que converge todas esas historias, una bandera cargada de dolorosas historias. La representación más pura de la necesidad de paz, luego de 200 años, de 2000.
Hoy, durante este viaje, me hice atender en un hospital público, al lado mío una anciana de 75 años de edad que apenas hablaba "castellano". Y no me animé a charlar con ella porque estaba cansada y con suero. Y ahí estaba yo bajo el mismo techo, porque la atención en salud es para todo ser humano que pise esta tierra argentina. Porque este país supo elevar la bandera de los Derechos Humanos a lo más alto. Sin distinguir culturas, nacionalidades, sexo, posición social o cualquier otra manifestación que pudiera "separarnos". Y ahí estamos nuevamente todas las personas. Descendientes de Incas, de Aymaras, de Mapuches, de Guaraníes, de Tobas, de Wichis, los argentinos, los extranjeros, los que estamos de acuerdo con un Estado Grande y los que exigen bajar el gasto público.
El éxito más grande del Estado Nación no es el de homogeneizarnos, es el de humanizar a cada persona sea o no diferente, respetando su historia, su cultura y su manera de ver el mundo y de vivir la vida. Esta es la Argentina observada detenidamente.
No tengo fotos por una cuestión que ya expliqué. El viaje recién empieza.