Lo que más me llamaba la atención de esta gran ciudad eran sus paisajes europeos. Esto lo sabía casi por repetición, ya que nunca había ido a Europa. Me hacía pensar si el hecho de que haya visto por primera vez a Buenos Aires no hacía que los paisajes que fuera a ver en, por ejemplo, Francia, no se convirtieran en paisajes porteños. Me reía en plena avenida Callao con estas ideas. Lo más paradójico es que era el único que sonreía en una larga calle de gente seria y concentrada. La gente te esquivaba casi como si sus movimientos estuviesen ensayados, de memoria, pura sincronía de evitarse. Me hacía acordar a las hormigas que veía en mi ciudad cuando era chico, me quedaba mirando los caminitos que hacían y me divertía pensando que en ese momento en que se "chocaban", en realidad, se saludaban con sus antenas al dicho de "-pase, usted", "-después de usted". En cambio en Callao nadie se saludaba, bastaba una mirada y un giro de hombros para acomodarse y prácticamente escabullirse entre las personas. No tenían la cortesía de las hormigas.
-Allá en Buenos Aires nadie te da bola, eso es lo bueno, podés ser quien vos quieras ser.- Me decía un amigo la vez que le conté que me iba a vivir a la gran ciudad. La construcción social de que ser ignorado es algo positivo solamente puede consolidarse en un pueblo en donde todos saben lo que hiciste anteayer, ayer y hoy. El miedo de que sepan tus más íntimos secretos (o no tan secretos), la proliferación del chisme y la expansión de la envidia (pocas veces sana) permiten pensar que el hecho de que alguien pase por al lado tuyo y te ignore completamente es un avance de las ciudades o un síntoma de crecimiento como sociedad.
Pensaba todo esto mientras acompañaba a alguien al subte, no recuerdo a quién exactamente, porque los recuerdos tienen esa cualidad; uno nunca recuerda todo tal cual como era. Por ejemplo, de chico tengo recuerdos de que, en el recreo de la escuela primaria, dos amigos me tironeaban para deslizarme sobre mis zapatos como una especie de auto con tracción a sangre. En este juego y por culpa de una baldosa levantada yo perdí un fragmento de este diente; pero no recuerdo quiénes eran esos dos chicos, ni tampoco en qué grado de la escuela estaba y mucho menos si era un lunes, un miércoles o el último día de la semana escolar. Así que me van a tener que seguir en este relato de hormiguitas que se saludan como levantando un sombrero y de corridas entre multitudes por la avenida Callao y la avenida Corrientes.
Apenas doblamos para ir a la boca del subte escuché una voz que decía -¡Poemas, poemas, compre mis poemas..!-. Esto me sorprendió, porque yo que me fascinaba por la poesía jamás se me hubiera ocurrido semejante idea. Me quedé absorto viendo como una señora de unos sesenta o setenta años ofrecía hojas de papel escritas, mientras giraba sobre sí misma, interpelando a la gente, casi cantando o suplicando que alguien le comprara alguno de sus poemas. Me preguntaba si la poesía se podía vender como mercancía. ¿Qué valor de cambio habría que ponerle? -Poemas, poemas, compre mis poemas...- insistía la anciana cuya voz cada vez me sonaba más dulce y un poco más dolorosa que al principio. ¿Tendría su valor cada escrito en cuánto efecto produce en el lector? ¿o es que se lo pone la escritora y puede por día realizar tantos como una fábrica automatizada? Me miró a los ojos y me dijo -Compre mis poemas, señor. -Gracias.- Le respondí de forma automática, como cuando en el subte me ofrecían resaltadores o en la calle pañuelitos y soquetes.
Finalmente no bajé al subte, me despedí de quién sabe quién, tomé Corrientes para volver por Rodríguez Peña y así evitar la bulliciosa avenida Callao. Esa que te rodea de gente que te ignora. -Poemas, poemas, compre mis poemas.- sonaba de fondo como si fuera un tango o un rap de los artistas que pasan la gorra en la calle. -Allá en Buenos Aires nadie te da bola, eso es lo bueno.- Me decía un amigo y yo pensaba en Lucio que también intervino cuando le conté que me iba. -Acá por lo menos -decía- alguien te va a preguntar cómo estás, es chiquito y somos pocos, pero siempre va a haber alguien para darte una mano.- Caminaba pensando en las hormiguitas, en las multitudes y en los poemas de la anciana sobre calle Corrientes. Esos poemas que nunca le compré.