Capítulo 1
La conocí de forma inesperada. Buscaba en la red cualquier otra cosa en lugar de una historia de... en fin, una historia. En esa época mataba el tiempo viendo estupideces que no vienen al caso. Simplemente le escribí un mensaje, supongo que fue algo así como un "hola" y enseguida el nombre. El caso es que usaba un alias, o un seudónimo, o lo que fuera en lugar de su nombre real. Le dije "hola" y un nombre falso. Le dije "hola" y concebí la mentira como el punto de anclaje para todo lo que vendría después. Porque la historia que tuvimos con Gloria se basa en la total falsedad y aun así se trata de una de las historias más reales que pudieran haber existido. No hay manera de que un relato como este pudiera surgir de la imaginación. Lo que viví y sentí con Gloria es inconcebible aún en los escenarios más ficticios, las emociones que surgieron a lo largo de los años no tienen cabida en ningún invento artístico, no hay manera de que me haya podido imaginar algo de todo lo que me sucedió, de lo que nos sucedió. La verdad es la coherencia entre los hechos y las palabras, así que voy a transmitir la absoluta verdad antes de que mi memoria empiece a jugarme en contra. Antes de que las ficciones nublen mi cordura y me alejen de lo que en verdad sucedió hace dos años cuando le hablé por primera vez, cuando la vi por primera vez, cuando mi vida cambió para siempre, también, por primera vez.
Percibo aquel primer mensaje como mi presentación ante un túnel que se abre ante mis ojos. Estoy parado frente a él y doy el primer paso, me estoy acercando con cada respuesta y con el diálogo que se produce a continuación. No me pidan exactitudes, sé que hablamos acerca de lo que hacían dos espíritus de pueblo como nosotros en esta gran ciudad desde donde narro estos acontecimientos. En cambio, no tengo más información de aquella tarde en la que nos mensajeamos por primera vez. Recuerdo haber estado en casa, como siempre, y jugármela enseguida para invitarla a merendar a algún lugar cercano. Esa fue una de las principales ventajas: la cercanía. En no más de media hora o cuarenta y cinco minutos estábamos en plena salida del subte saludándonos. Ella era más alta de lo que yo creía. O quizás, me sentí un poco más chico por su notable belleza, quién sabe. Lo importante es que, aunque era la primera vez que veía a Gloria, sentí como si fuéramos amigos de toda la vida. Pudimos continuar la charla con una soltura inesperada. Caminamos un par de cuadras sobre avenida Rivadavia en dirección oeste, vimos un café en una de las esquinas y nos metimos sin mucho preámbulo. Es que lo importante nunca fue el café, ni que su verdadero nombre era Gloria, ni tampoco el habernos encontrado por primera vez. Lo determinante fue que era nueva en la ciudad, tenía apenas algunos meses acá y todavía no había hecho amigos. El café estaba dulce, aunque lo mejor fueron las tostadas. Creo que ninguno en realidad tenía demasiadas ganas de comer porque nos tomábamos nuestro tiempo. Todo fue una excusa para conocernos, desde el principio les aclaré que la base de esta historia, aunque sea completamente real, es la mentira. Me interesa pensar esto como una posibilidad ambigua y no como una manifestación binaria de la existencia de lo real o lo irreal.
Me dijo que era de un pueblo a unas tres horas de la ciudad, que había venido hace poco a cumplir un sueño. Teníamos eso en común. Los dos habíamos dejado una vida atrás, amigos, familiares, vínculos, trabajos, rutinas, sensaciones, lugares y miedos para venir en búsqueda de un proyecto sólido que le diera sentido al resto de nuestra vida. Estábamos exactamente en el mismo lugar, en momentos de nuestra vida muy distintos, ella tenía diez años menos que yo y sin embargo estábamos, de alguna manera, viviendo la misma experiencia. Creo que eso fue lo que nos hizo ser de pronto tan cercanos; no las victorias, ni las felicidades, ni los sueños, sino la nostalgia, las soledades y los miedos. Ellos nos llevaron el mismo día, al mismo lugar, a encontrarnos, a enseñar nuestras heridas y lamerlas juntos, encontrar en el otro una suerte de consuelo, una especie de reflejo de sí mismo, un alma sobre la cual recostarse y darse ánimos. Me dijo que bailaba, y que escribía, y que cantaba. Yo estaba encantado, me acuerdo. Después me dijo que quería ser artista y había venido exactamente a eso, porque todos los escenarios anteriores le habían quedado chicos. Porque en la ciudad estaba aquello que había estado buscando. A mí me pasaba algo parecido, pero nunca me creí realmente eso de los lugares. Sí, considero que pueden estar las oportunidades, pero nunca un lugar determina tu valor ni tu talento. Supongo que Gloria vendría a enseñarme algo diferente. Porque tiempo más tarde sí encontró escenarios increíbles y sacó a relucir todo su talento. Yo apenas pude pasar de leerle un poema en ese café, a escribirle anónimamente una novela inspirada en su memoria. Parece que los lugares sí tienen magia, tienen fuerza, tienen algo que nos transforma. A algunos más que a otros. Le leí "Ellas" que había escrito hace años:
¿Cómo le explico a usted, poeta?
Que las mujeres ya no quieren que las cuiden,
ni que les abran la puerta, ni que las admiren.
¿Cómo le explico, poeta?
Que en los tiempos que usted escribía,
solo eran musa, adorno, risa, quietud difusa.
¿Cómo le explico, poeta?
Que ellas ya no quieren ser princesas,
ni quieren cuentos, tampoco poemas.
Porque de un tiempo a esta parte
ellas escriben sus propios versos,
luchan sus propias guerras,
narran su propia historia
y combaten nuestras miserias.
Ya no son crisálidas tenues y delicadas,
son mariposas que vuelan contra la niebla,
que se nutren del néctar
de su rebeldía inmensa.
¿Cómo le explico a usted, poeta?
Que en los tiempos que corren
ya no son simples compañeras
ahora son líderes, son hacha y sierra,
son guerreras hechas de hartazgo,
son puño cerrado, son nietas de hechiceras,
son ese grito de equidad y de derechos,
son ejemplo de revolución,
son mujeres, en cada uno de sus cuerpos,
son sus propias dueñas y hoy lo demuestran.
Así que le pido a usted, poeta,
que si quisiera escribirles
no las describa como antaño
porque ya no son
lo que en su época eran.
Me preguntó si quería ir a caminar por la avenida Corrientes. Así que pagamos el café y nos fuimos. Entré de lleno a ese túnel oscuro que prometía al final muchísima luz. Gloria era un caso enigmático para mí. Fundamentalmente porque había pasado de ser un mensaje insignificante a un encuentro muy interesante. De todos modos, yo no tenía ninguna intención, ni ninguna expectativa. Gloria era para mí una persona inalcanzable. No se trata de ni de autoestima ni de clases sociales ni mucho menos de correspondencia, sino más bien de cierta compatibilidad estética y armónica. No había demasiado en común por fuera entre nosotros, supe más tarde que tampoco teníamos tanto en común por dentro como pensamos. Quiero decir, ella me escuchaba atenta como si yo hablara en otro idioma, y el cronolecto me llevaba a años luz de distancia de su comprensión. Decía cosas impensadas, expresiones joviales que me confundían y el mayor misterio que me anonadaba era su facilidad de risa. La tenía lista justo en el contacto mínimo entre sus labios, bastaba una muestra absurda de creatividad para que estallara en risas y se divirtiera prácticamente con nada.
Caminamos bastante. Llegamos a la peatonal todavía dialogando animosamente. El último tiempo había aprendido a disfrutar de esas pequeñas cosas. Los pequeños pasos entre esquinas, las vistas a través de los edificios, las tonterías de hablar vanamente. No le había puesto demasiado empeño al asunto. Es que también sucede algo con los primeros encuentros y es que si uno pretende que el otro sea el fiel reflejo de sus expectativas termina decantando en una fuerte desilusión de la cual somos los únicos responsables. A contramano de todo esto, yo estaba encantado de que no se terminara nunca aquel encuentro. Cada vez se acercaba más la medianoche y comenzaba a preguntarme si debía invitarla a cenar en casa, o a conocer a mi gato, o a dormir conmigo, o a soñar juntos el resto del viaje. Pero preferí quedarme callado, no quería arruinarlo, no quería pisar en falso y tropezar todo aquello que había recorrido en puntas de pie con la habilidad de un monje tibetano. Me dijo si podía acompañarla hasta el subte. Le respondí que sí y volvimos caminando.
Bajamos a la estación, estaba caluroso, además, era fin de semana y demoraba muchísimo. Nos quedamos en silencio un largo rato, habrán pasado unos veinte minutos. Yo sin saber cómo pedirle que no se fuera nunca. Ella, supongo, que pensando en cómo quedarse. "Tarda una banda" me dijo. A mí me hizo gracia la expresión, pero no me reí. "Te hubiera llevado en moto" le dije. "¿En serio?" respondió entusiasmada. "Vamos" contesté y salimos de ese caluroso espacio cerrado, lleno de gente que ignorábamos y un subterráneo que no vendría nunca. Los siguientes pasos hacia el afuera fueron tenebrosos, sentí que de a poco me estaba ganando su confianza, me había acercado demasiado. Salir juntos a tomar un café, más tarde caminar toda una avenida hasta hartarnos, para que luego me confiara el privilegio de llevarla a su casa me parecía algo abrumador, insólito. Nos reímos poniéndonos los cascos. Llegamos a la esquina de su departamento demasiado rápido. Se bajó y me dijo gracias. Yo no podía decir una sola palabra. Se acercó muy lentamente para saludarme y en el espacio entre sus labios donde antes guardaba su risa, ahora tenía para mí el beso más lento y sentido del mundo. Me quedé un momento en ese espacio, en un beso que nunca se concretaba, quizás para no terminarse, quizás para que un humano no tocase nunca el cielo, quizá para no volver a separarnos. No lo soporté. Me alejé y pedí disculpas. Me devolvió una sonrisa y me fui rápido. Quería llegar y volver a escribirle. Quería volver a hablarle cuanto antes.
Me tiré en la cama ensimismado, estaba confundido, me desbordaba una felicidad absurda. Le escribí que no quería dejar de besarla nunca. Me preguntó por qué me detuve entonces. Le respondí que quería volver a verla ahí mismo, en ese momento, aunque nos habíamos despedido era capaz de ir a buscarla otra vez para seguir con ella. Me dijo que le parecía raro, pero que le pasaba lo mismo. Sentí que todo sucedía demasiado rápido, como si el tiempo se hubiera acelerado. Un poco había sucedido, porque de un momento a otro pasamos de un simple mensaje, a un café y un paseo por la avenida, algunas palabras, un subte que nunca llega y el beso más largo del mundo. Yo quería seguir subido a esa película. No quería bajarme más de ese viaje que me había sorprendido un sábado o un domingo por la tarde, ya no estoy seguro. De un momento a otro el aburrido fin de semana se había convertido en una historia impensada. Me dijo que fuera por ella, que se había divertido y que todavía quería verme. Salí corriendo otra vez, sin saber, que correría muchísimo más todos los días siguientes. El tiempo en cierta forma se había acelerado, el problema no iba a ser seguirle el ritmo, si no cuando aquel reloj a revoluciones aceleradas se detuviera. Salí a buscarla, entusiasmado, como quien recibe a un viejo amigo, o a un viejo amor, o a uno nuevo. Salí corriendo a su encuentro y le sonreí a los ojos, y me devolvió la sonrisa. Y fuimos a mi casa. Y me invitó a visitar lo desconocido. Me animé por primera vez a decirle que sí a lo inconfesable. Me llevó a sentir algo nuevo. Algo que nunca había visto. No hablo ni de sexo ni de alcohol. Hablo de una sed, de un fuego que se enciende y todo lo llena de nubes. Me invitó a alejarme de la realidad y yo con ánimos le dije que sí. Me dio su mano y nos entregamos al vuelo. Me dieron risas, me dieron miedos. Pero a su lado todo era lindo. Más tarde escribí sobre aquella sensación. Nos quedamos dormidos abrazados. Esa noche nos amamos por primera vez.
Un punto fijo inmóvil no quiere detenerse
una bruma se instala justo detrás de la sien
silencioso humo en los sórdidos oídos
la involuntaria tratativa de comprender
lo inabarcable. Desestabilización.
Manos que se toman fuerte, y son como plumas,
no se sostienen, no se aguantan, se desarman,
son manos de vapor que atraviesan cada objeto,
y los brazos de algodón, la cintura hecha de nubecitas,
las risas son chiquitas como hormigas rojas,
pero que no pican, solamente caminan en círculos,
y el calor nos abraza y nos dice que nos quiere ahí,
justo en el punto inmóvil
que únicamente se fija con los ojos cerrados,
entonces los colores se derraman, se mezclan y son pasteles,
pero no son dulces, si no ciruelas, son muy ciruelas,
y puedo lamer el silencio con los párpados.
Me despierto en un baile de latidos,
pero no estoy agitado porque las piernas
están separadas del torso, y es que mi panza
es una suave brisa por dónde no pasa más que el aire,
y el tiempo no pasa porque se descansa
al lado del reloj que duerme una siesta
entre almohadas de deseos
y turrones y gomitas que trajimos del país de Alicia
antes de que se haga tarde, y sea su no cumpleaños,
y la reina batata se precipite sobre lo que sucede
cuando vamos detrás de un conejo
que le gusta esconderse y correr
en el País de las Maravillas
entre nubes y algodón.