Una noche volvieron tus naves a inundarme la mar,
todas y cada una de ellas de proa hacia mi cuerpo,
una invasión sin escalas, una toma silenciosa
y tu risa, que a modo de tsunamis, en mi tierra
confusa y trémula, acechaba con su imperio.
Te vi venir tan decidida como siempre
que abrí todos los accesos de mi puerto,
bajé la guardia de todos mis fuertes,
no opuse resistencia, te sonreí a lo lejos
y de cerca no pude más que entregarme.
Recordé entonces que supiste ser tormenta,
recordé imágenes del naufragio, aquel temor
de volvernos dos extraños en la inmensidad
de mudos y oscuros océanos, ajenos
a la calma de las nubes y de los pájaros.
Cayeron sobre mí la fuerza de tus anclas,
me invadiste por completo, te apropiaste
de cada centímetro de mi extenso campo.
Y ahí estaba, entre el recuerdo y el asalto,
tratando de retener como a un dios,
como a un ángel o a un diablo, toda la extensión
de tus navegantes, de tus armas y tus barcos.