Me enamoré en la primera charla: de tu voz, de tu risa, tu tonada.
Me enamoré, estoy seguro, de tu idiosincrasia, de todos tus autores,
de tu enigma, tu silencio, de la tranquilidad de tus pasos, de tu prisa,
de las luces de los autos que nos encandilaban, en la avenida, en la cara.
Me enamoré, podría jurarlo, cuando me mirabas con tus ojos de pregunta
y yo te respondía, cuando verdaderamente adentro mío, te admiraba.
Me enamoré todo el día, y también toda la noche, cuando la luna
reemplazó las luces de la calle, y me contaste de tu vida, tus andares.
Me enamoré en todas las esquinas que doblamos, para encontrarnos
justo en un barrio de Buenos Aires, a cien metros de distancia,
donde elegimos hacer un hogar de cemento y de nostalgia, me enamoré.
Me enamoré el mismo día en que nos conocimos, justo entre tus labios
que decían muy bajito, que la ternura tiene piernas y tiene brazos,
que los libros guardan sueños y el futuro es un abrazo. Me enamoré.
Me acuerdo que imaginaba bibliotecas y poesía, días soleados.
Me enamoré de todo lo que rodeaba diez centímetros de tu espacio,
ese aura que emanaba de tu rostro, y de tu pelo, y de tus manos,
anidaba en tu semblante la canción que anunciaba la venida de los ángeles,
me enamoré de todo el esplendor de tu existencia, de tu arte.
Me enamoré con la pasión de Romeo, de Werther, de Casanova y también de Hamlet.
Me enamoré de tu sola presencia, de la idea de que existías y fue entonces,
solo entonces, cuando la pasión había desbordado por completo en cada grieta,
en cada espacio, a cada instante y en cada sueño,
es que finalmente pude conocerte:
Nunca estuve enamorado.