Salgo a la calle y la vereda está más dura que de costumbre.
En el noticiero dan malas noticias: como siempre.
El verdulero nunca estuvo muy contento, pero ahora está, encima, cabizbajo.
A mis amigos no les alcanza y yo no sé si me administro demasiado bien,
o me alimento demasiado mal.
El que me vende el alimento para el gato está desesperado.
Mis compañeros de la facultad no saben cómo van a hacer;
van menos días a cursar y así estiran más los años de carrera.
En mi laburo estamos como podemos;
somos ganado que ignora si va a la finca
o lo llevan derechito al matadero.
Pero no hay sangre.
Hay, en cambio, algo mucho peor en el ambiente;
una suerte de neblina que nos dice que volvieron,
los de siempre, los de hace veinte años,
cuando conocimos los clubes del trueque
y los tecnicismos de la macroeconomía
y en casa reinaba la desazón
y en las escuelas nos servían leche de soja
y los comedores estaban repletos de miradas
y los bancos cerraron nos sus puertas
y la gente les lloraba en las avenidas
y se declaraba la "emergencia nacional"
y encima nos decían que todo era culpa nuestra
y encima nos decían que todo era culpa nuestra
y encima nos decían que todo era culpa nuestra.