Escribo esta carta absolutamente convencido de que nunca jamás vas a leerla. Su despacho.
Envíese a un lugar diegético cuyo código postal no existe, para que tus manos transparentes las tomen.
Que esos ojos triste y atentos como los de Primera cita pueda leerlos.
Y que el Invierno no nos llegue nunca.
Que el huracán susurre tu nombre para que por fin pueda escucharlo.
Que en un Café Cortázar te dispongas a responderme. O no.
Que tu voz me lea de una vez por todas, para escucharte y saberte existencia.
Encontrarte, confesarte el hecho de haberte buscado por todas partes,
para encontrarte únicamente, en pedazos, de algún que otro recuerdo:
pero nunca entera, completa, definitiva, perdurable, interminable, viva.
En un recuerdo corremos en plena lluvia, me detengo, me río
y mirándote no puedo creer el hecho de haberte encontrado;
en otro, te miro dormir a mi lado cuatro años después,
con otro rostro, pero la misma luz y el mismo áura, y luego;
te leo acostados en la cama mirando el techo de tu habitación.
Siempre sé que se trata de vos porque lo que me hacés sentir se repite,
se despliega, se expande, se propaga, se nutre, se enciende, se dispara.
Mis intentos por describirlo son infortunios, son tratativas estériles,
a pesar de mis forzosos intentos por hacerlo comprensible.
Tengo docenas de manifestaciones escritas que me atreví a guardar,
en un espacio dedicado enteramente a encontrarte en algún momento,
te espero siempre en un rincón de ataraxia que reservé por completo para vos.
Tuyo siempre.