La noche en que te conocí me di cuenta de que mentían todas las redes sociales:
Existías.
Te reiste y tu voz sonaba como los programas de radio que se escuchaban en casa los domingos,
cuando el sol pegaba fuerte en las chapas del techo, los primos estaban en la pileta
y papá hacía el asado en el patio mientras los más chicos poníamos la mesa.
Tenías aires de familiaridad inexplicables.
Te sentí mucho más cercana que nadie, que nunca, tan cerca
qué podía sentir tu perfume mezclándose con las ganas.
No sé si las tuyas, o las mías, o las nuestras, pero las ganas estaban ahí.
No nos pusimos de acuerdo nunca, ni con la cena, ni con los sabores de helado.
Pero coincidíamos en todo, en cuánto asustan las películas de terror
y también en que las siestas son sagradas.
Tan cerca, que me resultabas inaccesible.
Estuve sentado en tu sillón por horas y no podía siquiera tocarte.
Por suerte me dijiste que ya era tarde y que tenía que irme. Pero que no querías que me vaya.
Nos arrojamos al piso para encontrarnos esta vez más cerca. Nos buscamos un largo rato.
Nos encontramos un poco antes de terminar.
Nos reímos y me dijiste que ahora sí tenía que irme.
Ahora luego de varios días espero que me digas, lejana y entre risas, que tengo que volver.
Que no es tarde.