Hablar de épocas no es mencionar fechas,
ni calendarios, ni momentos, ni situaciones específicas.
Hablar de épocas es evocar sentimientos, perfumes,
sensaciones, el pulso mismo del recuerdo.
Una época es inexacta en su extensión, no es medible,
al menos en la rúbricas herramientas del conteo,
las épocas duran lo mismo que aquel tiempo
en que estuvieron los mismos olores, los colores
que dieron fundación cual un ecosistema
a un conjunto totalizado de fragmentos.
La época del juego, con sus plastilinas,
con sus gritos, con su interminable contento.
La época de joven cuando todo era inabarcable,
el mundo afuera cayéndose a pedazos
y uno tan adentro, tan sentido, tan intenso.
La época en que jugamos a amarnos para siempre
para terminar aprendiendo que el amor nunca es un juego.
La época de poesía interminable, los libros y su aroma,
olor a descubrimientos, la época del encierro
y afuera el mundo cayéndose a pedazos.
La época de reconstruirse por no saber soportar
la propia condición de haber creado un mundo nuevo.
La época de amigos que ahora viven otra época,
la de recordarlos cómo fuimos cuando fuimos.
Toda época es un inabarcable necesario
para abarcarlo todo sin que nunca nada nos escape
cuando escapemos inevitables hacia nuevas épocas.