La primera vez que sucedió, todos mis castillos de arena se derrumbaron ante mis ojos,
como si la marea tuviera la luna encima suyo.
Me ahogué entonces para nunca volver a respirar.
Con el tiempo, ya no elevaba edificios con los naipes
sino que me guardaba un as bajo la manga.
Me había vuelto un jugador experto
que respiraba el mismo veneno que los demás.
Así de intoxicado estaba. Cuando aposté supe empatar,
pero de alguna manera ese juego tenía sabor a derrota.
Hace poco jugamos nuevas cartas y no habían castillos,
ni marea, ni ases. Pero la mentira siempre encuentra nuevas formas.
Te seduce y te cobija, para luego dejarte sin la suerte
ni las ganas de volver a repartir otra mano.
Te gana por avaricia.
La vanidad lleva encima todos los mazos.