Me encantan los ascensores.
Me cuesta explicarlo porque hace falta un poco de magia.
Es que uno entra ¿no?, ¿y quién te dice?,
bueno en serio necesito confidencia.
¿Quién te dice que te vas de abajo hacia arriba?
Tres pisos, cinco o siete, no importa.
Entraste y un mundo externo gira, se mueve,
se altera, salís de ahí y no sos el mismo,
porque en el medio sucedió algo.
Me gusta pensar que salgo al mismo lugar,
total es siempre la misma puerta, y la vista,
es mirar adelante, arriba, los botones, el número,
un sonido y salís por dónde entraste.
Parece una alteración espacio temporal,
una nueva propuesta de sentido y materialidad
un modo de volver atrás hacia el futuro,
me encantan los ascensores porque
uno nunca piensa en eso cuando está subiendo a la oficina
o cuando está bajando al estacionamiento,
porque lo fácil es pensarse siempre igual,
ese es el poder de la rutina: sentenciarnos,
amordazar la reflexión y racionalizar cualquier juego.
Por eso los ascensores me gustan tanto,
a ellos no les importa la gravedad, ni el espacio,
ni el tiempo, ni las cosas de afuera, solamente
imponen un modo de ver el mundo: una puerta.
Esa puerta es entrada y salida, es prisión y liberación,
es el comienzo y es el fin, es el cambio imperceptible,
es además lo contrario al reflejo que es otra puerta,
y somos nosotros en el medio, somos la medida exacta
entre dos puertas que son una, una a cada lado del espejo,
cuando ya no estamos ahí esa medida se corrompe
y ya no hay puerta, y ya no hay subidas ni bajadas.
Por eso me gustan los ascensores. Porque son.
Y cada vez que salimos de uno dejan de ser, pero
salimos cuando salimos o en realidad entramos,
porque vamos hacia la puerta de entrada al afuera,
y el ascensor es el adentro, todo ascensor es espacio
de reflexión, de refracción y somos la medida,
y sin unidad de medida hay vacío y afuera del vacío,
no hay nada, solo nos tenemos a nosotros mismos.
Por eso me encantan los ascensores.