Solía pensar al miedo como mi enemigo,
es que se acerca despacio y me dice al oído que me aleje,
me dice que no puedo, que no debo o que no quiero.
Papá una vez me dijo que nunca le asustó la tormenta
ni la oscuridad.
Cuando una chica demasiado atractiva se me acercaba
me temblaban las manos y el cuerpo me pesaba el doble:
el principio del terror se manifestaba en términos corporales.
Una vez, por cobarde, me fui de una fiesta alcoholizado,
otra, en que me sentí valiente,
fui demasiado lejos con mi mano en el acelerador
y el miedo estaba ahí empujándome de lado a lado.
La primera vez que viajé solo en un colectivo de larga distancia
casi se me sale el corazón del pecho, sentí pánico y nunca,
pero nunca, me sentí tan vivo.
Y el miedo todavía me dice al oído que me aleje,
me dice que no puedo, que no debo o que no quiero.
Y cada vez que lo escucho puedo ver el camino correcto,
como cuando los rayos iluminaban el cielo y se cortaba la luz
y papá decía que no tenía miedo y yo le creía.
Porque el miedo tiene un tapado grande que le llega hasta los pies,
pero cuando se acerca demasiado y te habla y te dice
que te alejes, que no podés, se le vuelan las solapas,
y que no debés o que no querés, y debajo del tapado no le adivinan sus pies.
Porque dentro suyo no hay más que ideas tan livianas como el aire.
Y yo me río porque me empuja para un lado y me caigo para el otro.
Me habla al oído y su voz es suave, pero retumba fuerte. Y sus manos,
sus manos son las mías. ¿Y cómo pueden mis manos hacerme daño?
Solía pensar al miedo como mi enemigo,
ahora que lo entiendo, que lo escucho y que lo siento como alguien tan cercano
le digo muy suavemente al oído que se aleje,
que yo puedo, que yo debo o que yo realmente quiero.