Que ordene la cama decía mi madre
y yo de mala gana y sin sentido la estiraba por aquí,
la estiraba por allá, y doblaba los bordes con desdén
y dejaba la muestra exacta de un arte por obligación.
Hoy en día repito automáticamente el ritual
ya sin las órdenes, ya sin la norma, solo conmigo
y mi incomodidad hacia la cama desordenada,
hacia la campanilla de Pavlov, hacia la conducta repetida.
Y entonces viene Galo y en su juego corre y vuela
y se lleva por delante el orden y lo sacro,
deja montañitas entre las frazadas y la almohada
a un costado me mira como asustada.
Y cuando ella viene a visitarme,
la cama queda hecha pedazos y nos tapamos
con nuestros cuerpos y con nuestras almas,
y de almohadas fungen nuestros brazos,
y las caricias nos ordenan y nos acomodan.
Y cuando duermo a veces despierto sin entender
si la cama está hundida sobre un costado,
o si mi cuerpo viene mal dormido, y miro
los pies y me dicen que no importa que siga
con los ojos cerrados porque las manos
ya no quieren transitar la rutina del día
y que mañana temprano cuando me despierte
va a ser hora de volver a tender la cama con desgano.