Existe una teoría. Nadie sabe muy bien quién la postuló ni qué tanto marco teórico la respalda. Solamente sabemos que existe. ¿Y por qué no?, coexiste con otras que no necesariamente la contradicen, sino que la complementan o le dan sentido.
En principio, establece que vivimos inevitablemente inmersos y de manera perpetua dentro de una jaula. O de muchas a la vez. O quizás, ¿por qué no?, en una jaula que puede variar en tanto se modifiquen los lugares y las dimensiones que habitamos. Y así hay jaulas que elegimos y otras que no tanto.
La primera vez que hablé acerca de esto, recuerdo que la comparé con dos ciudades de diferentes características.
De chico vivía en un pueblo y en aquel momento todos los horizontes de mi percepción se limitaban a lo que este mundo ofreciera. Pensaba, vivía y me relacionaba limitado por sus fronteras. O incluso con mucho esfuerzo era capaz de pensar un poco más allá, pero ¿cuánto más allá? Solamente en la medida que los medios estuvieran a mi alcance para sobrevolar aquellos extremos idiosincráticos. Además esas herramientos debían estar (irremediablemente) en el pueblo.
Mi pequeña ciudad era mi jaula, y antes lo había sido la escuela, pero mucho antes fue mi casa, y previamente se había limitado a mi familia. Todo efecto de relacionamiento y conocimiento se limitaba de acuerdo a los barrotes fijados por cada prisión.
Más adelante, la vida me llevó a una ciudad de siete millones de habitantes. Conocí sus extremos abarrotados por ideologías y adornados por mercadotecnia de excéntricas funcionalidades apelativas. Fue entonces que pensé que no había entorno más libre que aquella donde poder discernir entre tantos hablantes y pensadores, tantos lugares de reunión y discusión, tanta oportunidad de elección y reflexión. Con el pasar del tiempo estos indicadores fueron reiterándose una y otra vez, para luego tomar partidos bilaterales en una constante expresión de luchas internas, sin un más allá que lo contrarreste, que lo contradiga, que los indague. Todo se volvió taxativo.
Entre avenidas y calles se repetían diferentes voces, pero con discursos hegemonizados y estructurales.
Fue entonces que en un frenesí de imágenes, se me vino el recuerdo de un viaje en varias ciudades intercalándose una a otra para enfrentarme a lo que estaba oculto tras la cotidianidad.
Aunque querramos huir a horizontes más amplios los límites de la libertad, de acción, de pensamiento, de reflexión sobre la propia conducta individual o colectiva, están atados a cuestiones íntimas culturales, idiosincráticas, legales, legítimas, lingüísticas, institucionales y hasta de poder.
Cada pueblo, ciudad, espacio de discusión e intercambio es una jaula. Cuando lo dije me figuraron la idea extrema de que siempre estaremos en una jaula. Aunque querramos huir. Porque vivimos inmersos en una sociedad que requiere en esencia el cumplimiento de esos roles. Y que la libertad finalmente no existía.
Una jaula más grande no significa libertad.
Entonces es el mundo es una jaula porque no podemos salir de él. ¿Física o metafóricamente? No olvidemos que tenemos personas en órbita alrededor de nuestro planeta. ¿Ellos son libres? Pues su universo dirá que no, puesto que aunque expandiéndose sigue siendo su jaula. Y aquí la respuesta que se me ocurrió para refutar la teoría de las jaulas infinitas:
No hay manera de huir, de escapar o de salir de ellas. Pero ante esta nueva noticia que se presenta frente a nuestros ojos podemos optar por investigar acerca de todas y cada una de las jaulas existentes, solamente adentrándonos en las mentes de las demás personas que supieron definir los límites y modelos de sus entornos y experiencia podremos navegar libremente de una jaula a la otra y comprender sus limitaciones. El conocimiento le pertenece al mundo, es la llave para perseguir desaforadamente una cuota de libertad que significa al menos poder atravesar una a una esas jaulas para caer en la cuenta de que la libertad no es más que el rebelde albedrío de elegir desde donde contemplar nuestro último soplo de vida.