Yo ardía con la llama de Voltaire; me tratabas con la elegancia de Darío. Traía la inspiración de un pálido Musset; te escapabas como lo hacía su Lucía. El público te buscaba por doquier; te entretenías con ficciones de papel y no llegabas a verme entre las aguas que de a poco te envolvían. Yo, procuraba alcanzarte cual relato con un fondo de agua. No había un atisbo de melancolía en tu boca que dulcemente me daba su cálida despedida.
Con la mirada llena de preguntas: ¿cómo iba a decirte que me dolías justo ahí donde menos pertenecías? En medio de un parque lloraba simulando que te sonreía. Me mirabas y te sonrojabas. Adiviné que nunca te gustó ese espectáculo de cafés y tertulias. Estabas buscando comodidad y terminaste por incomodarme la vida. La diste vuelta como la página de cualquier libro. Te entusiasmaste con el contenido, pero en verdad no te llenaba mi literatura. Eras de autores nihilistas, de los oscuros, de los malditos. De los que poco se les entiende porque escriben para sí mismos. Como a vos que te encantaba verte sonreír mientras charlabas conmigo. Esos impulsos de ferviente insipidez ante la página en blanco que rellenabas con un estilo agudo y disimulado. Como cuando me besaste y tu boca sabía a desahuciadas lilas. Esas vanidosas flores arrancadas a su suerte que terminan muriendo en un color violáceo y desteñido. Se me helaron los labios con el rubor de tus mejillas. Se congelaron mis huesos con tu voluptuosa cintura. Toda aquella aglomeración de imágenes vírgenes me arrojaban hacía un abismo que dentro mío terminaba por derramarse en vos. Y no me dejabas salir. Nunca me dejaste salir de vos. Me atrapaste y cuando quise pedir auxilio me dijiste que siempre estuve fuera. Que siempre fui yo el de la hermenéutica equívoca, el de las metáforas sinsentido, el del barroco absurdo y disonante, el romántico empedernido, el errante rapsoda de falsos mitos.
Me alejé sin mediar palabra. Me volví a la lira. Me volví a mi ritmo. Me volví a mi vida.