El mayor beneficio de las grandes ciudades reside en que saben curar las peores heridas. Los recuerdos y las mentiras del pasado se pierden inevitablemente entre las interminables avenidas, los lógubres subterráneos y las excéntricas aceras. Incluso hay que tener cuidado de no perderse uno mismo, porque podría encontrarse con coincidencias poco afortunadas, que reviven sin querer fantasmas del pasado. No es mi caso, pero quién sabe.
Los números en millones no alcanzan a rozar el infinito. Las estadísticas se derrumban ante un solo hecho ineludible. La menor ensoñación nos despierta vilmente hacia el dolor.
Y hasta pareciera que se cumple aquella frase de que los problemas nos persiguen porque son nuestros.
Sin embargo, creo que uno puede emanciparse. Hay que dejarse extrañar, sorprenderse, descubrirse. El problema es que las ciudades curan, pero la costumbre, más tarde, agobia. Nadie sana si no deja de lado su morfina. Las hierbas no crecen en el barro. Las mentes no se expanden en rutinas. Luego de algún tiempo hay que animarse a recorrer nuevos caminos.