Creí que me había escapado para siempre cuando te fuiste
pero te andaba descubriendo a cada rato en las corridas a los bondis,
en las estaciones de tren que no llevan a ninguna parte
y que más bien traen recuerdos.
Me acuerdo que la semana pasada te vi abrazando a un muchacho en una plaza de Caballito,
cosa rara porque vos no tenías esas manías de andar conociendo pibes a cada rato,
y yo había sido una suerte de casualidad en tu vida de estudiante universitaria cuando llegaste a Capital Federal.
No me hubiera importado tanto que te fueras, si no hubieras elegido aparecerte a cada rato.
Ya no puedo tomar el 90 y mirar por la ventana porque te cruzás en cada esquina con la cinta sosteniéndote el cabello,
esas cejas pronunciadas y ese aire hippie de jovencita incalculable.
Nunca te mandé la carta con una crítica de tu novela. No pude.
Creía que no responderla era dejar abierta una ventana para volver a verte,
aunque prefería que no llegue nunca ese momento.
Las dudas infinitas tienen mucho más carácter que tu decisión de quedar como amigos.
Como si se pudiera besar un ángel y volver a tener los pies sobre la tierra.
No existen casualidades. Me resigno a creer en la suerte.
No podría vivir en la realidad esquiva de saberte presente y tácita a la vez.
Aunque sigas desapareciendo en otras personas cada vez que te veo
y los relojes marcan tu ausencia como cada libro que no puedo comentarte,
y se hacen eternos los días en que escribo y no me leés,
y se mueren los versos, los cuentos y los autores.
Creí que me había escapado para siempre cuando te fuiste,
pero te ando descubriendo a cada rato.