Silvana, o Silvina, no recuerdo muy bien.
Es que... nunca recuerdo las cosas frívolas, o superficiales.
Recuerdo lo intenso, lo interesante, lo interminable. Lo eterno.
Recuerdo por ejemplo la curva de tus delineadas cejas, tus labios que no terminaban de cerrarse balbuceando alguna cosa.
Tu vista que recorría cada rincón del café sobre calle Corrientes, sin dejar lugar a los silencios.
Y esos ojos, esos ojos que me examinaban interminablemente como si trataran de descubrir alguna cosa.
Soy sólo esto. Pero vos...
Vos eras la suma de varias películas y ninguna trama.
Tenías la gracia de Sandra Bullock en la casa del lago. Y yo no era ningún Keanu Reves.
Yo estaba ahí de casualidad ante la extraordinaria narrativa de tus dedos, que delineaban alguna historia, alguna anécdota.
Me dejé llevar por tu voz que entre risas agitaba algún recuerdo.
Yo era entonces otra historia. No iba a alcanzar nunca más otra instancia que no fuera ese café.
Por eso lo tomé lentamente.
Un mocca que hubiera querido que no se acabara nunca.
El sabor dulce de saber que un intenso invierno se acercaba luego de tu verano.