No podría nunca vivir sin esta enorme sensibilidad que me inunda hasta salirse por los ojos,
por los dedos cuando escribo, y la garganta cuando ya no aguanta más.
No encuentro otra manera de sobrellevar la tortura de la vida que no sea desahogando las emociones en palabras.
Ni siquiera podría reír lo suficiente sin redactarlo al menos una vez en la vida, para decir que la vida también es increíble y que vale la pena.
No podría pasar desapercibido entre tanta gente sin gritarlo a los cuatro textos. No soportaría limitarme a guardarlo bajo el armazón que me cubre el pecho y llevarlo a escondidas como quien oculta algo sintiéndose culpable.
No, yo lo grito, yo lo tiro al viento, y que golpee, que se lleve todo por delante. Después de todo no soy más que un puñado de palabras dando vueltas en el imaginario de la vida, de esto que varias personas dieron en llamar sentido.
Nada más que un poco de prisa, un poco de verso.
La tragedia vestida cada tanto de poesía.
Algún acto de sátira, de cuento, de dramaturgia.
Un poquito de coherencia en un espacio atiborrado de caos y de silencio.
Somos un arrebato desesperado en el tiempo, que busca eternizarse, que lucha, que se desarma y engendra. Una vez más, y otra vez.
Somos un grito en el desierto que nadie jamás escucha.
Pero la arena se desarma entre los dedos como si algo tuviese algún sentido. Un pequeño acierto.
Y si un día muero mi grito generará un eco.
Y la poesía será materia para ir un poco más allá.
En verdad no puedo concebir la vida como si fuera algo más que la lucha por sobrevivir al tiempo.