Somos crisálidas infinitas.
Eterna fuente de mariposas en el pecho que rebeldes e indomables se posan en los lugares menos pensados.
Sin entender cómo se gestan sus alas risueñas, ellas pícaras salen al encuentro de ajenas sonrisas.
Nos partimos en dos por su afán de libertad y a mitad de su camino quedamos destruidos en pedazos. De manera tenue y frágil cada una de ellas, embriagada de ilusión se aventura hacia las almas más atractivas.
Y por eso duele tanto el pecho finalmente, cuando sus receptores no alimentan al etéreo ángel con el dulce néctar de los sueños y en cambio, lo envenenan de trágica realidad.
Ese ánima, que determina y la da sentido a nuestra vida material, perdida se desvanece para siempre en su propia agonía.
Es el momento de volvernos a construir desde cada una de nuestras partes desmembradas. Encerrándonos en nosotros mismos. Curándonos. Y así poco a poco. De aquella última muerte comienza una vez más la génesis de un nuevo sentimiento que nos permite, una vez más, volver a amar. Que nos permite volver a volar.