Todos estamos de acuerdo en que no somos nosotros quienes jugamos el partido,
también en que veintidós sujetos persiguen un mismo objetivo, que no es lo mismo que una pelota.
Hechas estas dos aclaraciones fijemos la idea de una vida sin dicho espectáculo:
Un tipo se despierta por la mañana, va a trabajar, vuelve agotado, dedica su vida a ciertas actividades personales,
y luego.
Imaginemos que no es un tipo, que es una mina. ¿Cuánto puede variar su actividad?
El mundo en el que nos movemos, suponiendo que somos todos occidentales, va más o menos por el mismo lugar.
Dejemos a los genios y a los artistas de lado, sus caminos son sinuosos e indeterminables.
Uno podría dedicar las ocho horas, restantes al sueño y al trabajo, a sus pasiones. Al ocio. A la contemplación.
O podría dedicarse a las artes. A lo que quisiera, ahí estaría solo y haciendo de su vida una plenitud.
Sin embargo, todavía puede hacer todo eso, sumándose a una manifestación colectiva que,
en sus distintas interpretaciones, puede parecerse a todo lo anterior:
Una pasión.
El ocio.
La contemplación.
Un arte.
Aunque potenciado, porque resguarda todavía cierta naturaleza:
la competencia, la lucha, la superación.
Y en términos sociológicos:
el apoyo mutuo en la victoria, el apoyo mutuo en la derrota,
la entrega, la colaboración, la otredad.
Cualquiera podría decir que el tipo que se levanta por la mañana,
o la mina que fue a trabajar,
serían el mismo tipo o la misma mina al final del día;
sin embargo, algo los atraviesa, los conmueve, los moviliza, los complejiza:
el juego sagrado al que asisten para emocionarse,
recordar que todos somos tan humanos,
pero tan humanos,
como aquellos que bajan al coliseo de césped para representarlos:
En una pasión, para el ocio, para el arte, para la contemplación.